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«Aftershock: The Next Economy and America’s Future» de Robert B. Reich (Una visión no liberal de la economía).

Hace tiempo, intenté leer un texto de economía no liberal y que se saliera de los clichés al uso tan queridos por los partidarios de economías más o menos planificadas. Cometí el error de escoger «Economía humanista» de José Luis Sampedro y, en contra de lo que esperaba, resultó ser un panfleto lleno de todos los lugares comunes al uso y con una característica que me resulta especialmente difícil de soportar: La visión hemipléjica que invita a justificar todos los desmanes de los que se consideran propios y crucificar por cualquier motivo a los que se consideran ajenos. No pude acabar de leerlo como se explica en el post reseñado más arriba.

Reich es distinto. Oiremos hablar bastante de él porque se está preparando una película -al parecer en una línea similar a Inside Job- basada en este libro y en la que denuncia la desigualdad creciente en Estados Unidos y sus consecuencias para el futuro. El análisis de Reich tiene partes que sorprenden por su lucidez, y sorprenden porque conviven con otras en las que de repente parece despeñarse por no se qué abismo ideológico o intelectual, aunque hay casos en los que se echa en falta el paso siguiente en las conclusiones.

Por ejemplo, su explicación sobre el mantenimiento del valor de la moneda china artificialmente bajo es sencilla, lúcida y, sobre todo, probablemente se ajusta mucho a la realidad: China es un polvorín que puede explotar si el desempleo crece y la forma de mantener o incrementar el nivel de empleo consiste en ser competitivos en el exterior a través de medidas monetarias…incluso cuando eso implique que los ciudadanos de lo que hoy por hoy es la fábrica del mundo no tengan acceso a gran parte de lo que ellos mismos fabrican.

Reich apunta que quien en realidad crea empleo no son las grandes fortunas sino las clases medias con su capacidad de consumo; si esa capacidad disminuye, disminuye también el empleo; sin embargo, esto que le parece una verdad autoevidente para Estados Unidos deja de parecérselo cuando se trata de China donde ese mismo hecho es puesto en la raíz de su crecimiento económico.

Llama de modo especial la atención la referencia que hace a Warren Buffett y cómo su carácter ahorrador es dañino para la creación de empleo porque, si gastase más, generaría más requerimientos de productos o servicios y, con ello, aumentaría el empleo. Sin embargo, al aplicar esa lógica Reich pierde de vista algo tan elemental que no parece creíble que se le haya pasado: ¿Tienen Warren Buffett u otros multimillonarios norteamericanos su dinero debajo de un ladrillo en lingotes de oro o en billetes de cien dólares? Si no es así, y cabría suponer que no lo es, el dinero está dedicado a actividades productivas y su consumo personal es completamente irrelevante para la cuestión. El dinero, salvo que esté guardado en una caja fuerte o en actividades totalmente improductivas, financia actividad y, por tanto, produce empleo.

En otro momento, dedicado a «unos minutos de publicidad», Reich se refiere a «la sabiduría de los mercados» olvidando tal vez interesadamente que los mercados no son un ente a quien se pueda atribuir sabiduría ni idiocia sino que los partidarios de que se deje al mercado funcionar tienen una lógica bastante distinta: Cada uno sabe mejor lo que quiere y lo que necesita que un funcionario gubernamental al que se le den los hilos de la economía. «Los mercados» no existen sino que son los individuos los que tienen o no capacidad para elegir qué es lo que más les conviene.

Reich contrapone la receta de recuperación de Roosevelt tras la crisis de 1929 con las actuaciones llevadas a cabo tras la crisis de 2008 y llega a la conclusión de que el endeudamiento del Estado es positivo porque contribuye a inyectar capacidad de consumo en las clases medias y, por tanto, a revitalizar la economía., argumentos que podrían haberse utilizado en España para defender el «Plan E» y sus funestas consecuencias.

En suma, Aftershock es un libro con el que se puede discutir: Buenos análisis junto con otros que parecerían obra de otra persona distinta y mucho menos versada en economía que Reich. Se le pueden encontrar contradicciones y aquí se han señalado algunas pero en la otra orilla -la liberal- también las hay: Por ejemplo, la idea de la capacidad autorregulatoria de las sociedades basada en la libertad de cada individuo para elegir qué es lo que más le conviene resulta atractiva pero hoy plantea preguntas difíciles de responden: A la velocidad a la que se suceden los cambios ¿tiene la suficiente capacidad un sistema autorregulado para responder antes de que las situaciones se vayan más allá del punto en que todavía son controlables? Quizás alguien tenga respuesta para ello; yo no. Sin embargo, el endeudamiento del Estado como receta tiene implicaciones que no siempre se cumplen:

  1. Que el endeudamiento financie actividades productivas y que puedan relanzar una economía.
  2. Que exista alguien que vaya a comprar el producto de esas actividades y que esa compra no sea forzada a través de impuestos.
  3. Que el endeudamiento pueda realizarse a bajo precio.

Dar por supuestas estas condiciones puede ser aventurado en el caso americano. En casos como el español, como los hechos han demostrado, es simplemente ilusorio.

 

Los mercados, culpables ¿Y los políticos?

Cuando se habla de «ataque de los mercados» suele omitirse algo fundamental: «Los mercados» son personas u organizaciones que prestan dinero a alguien que se lo pide y cuanto menos se fía más caro lo vende. Lo mismo que haría cualquiera de nosotros: Nos metemos en un negocio de riesgo si, en caso de salir bien, vamos a ganar bastante dinero. Si no nos gusta el riesgo, optamos por alguien que nos pague menos pero de quien tenemos la seguridad que nos va a pagar.

¿No actúa así un trabajador cuando prefiere un contrato fijo en el que le paguen menos antes que uno temporal en el que le paguen más? Ésa es, ni más ni menos, la lógica de «los mercados».

Otro término bonito: «Los especuladores». Pocos se atreven a decir abiertamente que los especuladores pueden tener una función social pero es así. Cuando, por ejemplo, un fabricante de aviones vende 200 aparatos a China a entregar en varios años y con posibles cambios de paridad en la moneda durante ese periodo ¿qué hace? Acudir a los especuladores. El fabricante les dice algo así como «Mi negocio es fabricar y vender aviones y no tengo ningún interés en correr riesgos con el cambio. ¿Quién me vende dólares dentro de 5 años a 0,75 euros?» Naturalmente, la paridad euro-dólar dentro de cinco años podría estar ahí o en cualquier otro sitio pero el fabricante no quiere correr riesgos; el especulador los correrá por su cuenta y esa especie de casino que muchas veces son los mercados resultará tener una función: Que el que no quiere correr riesgos no lo haga y se dedique a su negocio.

En este momento, los especuladores están apostando contra el euro porque ven que una unión monetaria sin una unión política y fiscal no funciona. Han tardado semanas en decirlo abiertamente los políticos aunque en este mismo blog pueden ver escrito hace dos semanas que el problema no es Grecia, España, Italia ni Francia sino que son meros peones de una batalla que tiene otro objetivo: El euro. Aunque tarde, parece que los políticos se empiezan a enterar. Más vale tarde que nunca aunque podría ser demasiado tarde.

España se está viendo, por todo esto, en el papel del payaso que recibe las bofetadas porque no es el auténtico objetivo pero eso no elimina una pregunta: ¿Por qué es España el payaso que recibe las bofetadas? Entre otros motivos, porque un payaso loco la colocó en esa situación y un burócrata indeciso la mantiene ahí.

Todas las discusiones van sobre subir o no el IVA, céntimos sanitarios, copagos, peajes, subidas del IRPF y mil mecanismos más para exprimir a los ciudadanos.

Se retira también la asistencia a actividades  como la minería que llevan muchos años siendo cadáveres asistidos. En 1987, y ya ha llovido, alguien me comentó confidencialmente que la facturación de Hunosa no daba para pagar la nómina; no es que tenga gran simpatía por los mineros reconvertidos en terroristas y que ya han provocado heridos de distinta consideración en su intento de que se mantenga el cadáver con el corazón latiendo pero hay algo básico que se pierde por el camino:

Las urnas no son una patente de corso, y así lo han considerado tanto gobiernos anteriores como el actual. La legitimidad para exprimir al ciudadano o para eliminar actividades que no tienen viabilidad económica se gana con la ejemplaridad del que toma la decisión. Cada coche oficial cuesta unos 120.000 euros anuales ¿cuántos hay? El Estado central ha quedado reducido a una dimensión marginal ¿y el cáncer autonómico? Los nacionalistas catalanes, llevados por sus delirios de grandeza, han sido tan torpes que han llamado «Embajadas» a sus representaciones en el exterior pero no son diferentes de otras regiones que también tienen redes de representación en el extranjero aunque no las llamen embajadas.

El despilfarro, el clientelismo y la corrupción del Estado en su actual configuración es tal que nadie se fía de España -y le cobra más por prestarle dinero- porque no ve a los políticos dispuestos a desmontar un chiringuito insostenible del que ellos son los principales beneficiarios.

¿Se atreverá el burócrata indeciso a cambiar esto? La intervención tendría, aparentemente, una cosa buena: Alguien que no tuviera sus propios intereses en todo este lodazal podría tomar decisiones encaminadas a la liquidación. ¿Por qué «aparentemente»? Porque también tendría sus propios intereses; quizás no estarían en cuestiones como conseguir el apoyo del reyezuelo sino en las encuestas electorales de Baviera…por poner un ejemplo, intereses ajenos que no son más respetables que los enjuagues propios.

Dejémonos de historias: Es posible que incluso haciendo las cosas bien y evitando el despilfarro y la corrupción salvaje que hay en este país la dichosa prima de riesgo siga muy alta porque el objetivo es otro. Aún así, hay un problema de legitimidad: Nadie tiene derecho a pedir sacrificios a los ciudadanos mientras mantiene su costosísimo y corrupto chiringuito.

Eso, exactamente eso, es lo que están haciendo los políticos, tanto los actuales como los del pasado reciente, ésos que, si tuvieran un mínimo de decencia, se habrían convertido en ermitaños en lugar de tratar de dar lecciones.