La «omertá» en el management

A lo largo de mi vida profesional, una pregunta recurrente ha sido ¿Por qué, sabiendo lo que sabemos, hacemos lo que hacemos?

Esta pregunta, tan vigente como el primer día en que me la hice, puede referirse no sólo a organizaciones que vemos tropezar una y otra vez con la misma piedra sino también a las personas. Es en este segundo aspecto en el que quería centrarme hoy:

El área de Recursos Humanos ha llevado buena parte de mi actividad profesional y, tal vez porque es en tal área donde a veces se llevan a cabo decisiones que afectan muy directamente a las personas, es frecuente encontrar ahí los extremos de la campana de Gauss: He conocido en Recursos Humanos a excelentes personas con las que ha sido un honor trabajar pero también he conocido ahí los más altos niveles de miseria humana que pueden encontrarse en el ámbito profesional…y ahí es donde viene la idea de omertá.

No debe confundirse la discreción con el silencio cómplice y, sin embargo, es frecuente que bajo el paraguas de una discreción mal entendida se permita que haya personajes que vayan medrando a pesar de que sus manejos sean, si no de público conocimiento, al menos conocidos por buena parte de los que podríamos llamar insiders. Lo ilustraré con una experiencia propia, tal vez una de las más extremas que me ha tocado vivir, pero no única y que refleja hasta qué punto la ley del silencio permite medrar no sólo a incompetentes sino a golfos redomados:

Mi jefe directo, un personaje conocido en el mundillo de los recursos humanos, se permitió desviar un contrato gestionado por el equipo comercial hacia su propia empresa. No era la primera vez que hacía maniobras extrañas aunque sí la más descarada y grave. En consecuencia, me dirigí a su jefe que, en tono cómplice, me vino a decir aproximadamente que mi jefe era un analfabeto con pretensiones -juicio en el que coincidía-  pero no hizo nada por cambiar las cosas. Lo único que me quedaba por hacer era informar por escrito y presentar la dimisión y así lo hice. Meses más tarde, a raíz de un movimiento corporativo, la cosa no quedó en inacción sino que, casi mientras salía por la puerta, el gran jefe firmó un sustancioso blindaje en favor del que había sido mi jefe directo.

Meses después, recibiría una llamada porque la empresa se negaba a pagar un blindaje tan injustificado e irregular en las formas y buscaron una carta de dimisión con detalles de los hechos, carta que sospechosamente había desaparecido. Sin embargo, la persona que me llamó tenía una copia -se la había dado yo mismo antes de marchar- y me invitó a firmarla para poder utilizarla en el juicio. No tuve que pensar demasiado para negarme a hacerlo, no sólo por el riesgo que implicaba lo que, al fin y al cabo, era una falsificación sino porque en esta historia había dos golfos: El que firmó el blindaje y el que se benefició de él. Parecía claro que estaban dispuestos a ir contra el segundo pero no querían tocar al primero bajo ningún concepto y ello dejaba claro algo más: En contra de lo que me trataban de vender, no había una cuestión de principios. Si la hubiera, habrían ido a por los dos; simplemente, alguien se quería ahorrar un dinero y buscaban una forma fácil de lograrlo. No pareció haber demasiados escrúpulos morales a pesar de tratarse de una institución que hacía bandera de éstos.

Un tiempo después, uno de ellos -el firmante- se encontraba en una relevante posición institucional mientras que el beneficiario continuaba con sus chanchullos habituales.  Lamentablemente, a estas alturas podría contar varios casos más, quizás sin tanto descaro como éste pero también muy graves. En todos ellos se ha vendido la omertá bajo el nombre de discreción y se ha permitido que personajes sumamente dañinos allá donde pudieran aterrizar hayan continuado causando perjuicios a las personas o instituciones que han tenido la mala fortuna de tropezarse con ellos.

Laurence Peter decía en su famoso principio que todo el mundo asciende hasta alcanzar su nivel de incompetencia. A estas alturas, muchos firmaríamos porque ése fuera el único factor porque hay veces que no hablamos sólo de incompetencia sino de corrupción y de conductas indeseables y, a pesar de ello, el ascenso continúa gracias a ese silencio cómplice tan extendido que algunos insisten en vendernos como discreción.

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