«El liberalismo no es pecado» de Rodríguez Braun
Para definir un libro como éste, conviene violar una de las reglas de la definición, la de definir las cosas por lo que son y no por lo que no son: Pues bien, «El liberalismo no es pecado» no es un libro que salga tratando de aprovechar la estela mediática de su autor y sin que aporte nada al debate. Si su autor se llamase Pepe Pérez en lugar de Rodríguez Braun y no fuera un habitual de los medios de comunicación, el libro seguiría siendo igualmente valioso como elemento de debate, tanto si se está de acuerdo con el 100% de sus planteamientos como si no es así o, más aún, incluso en el caso de estar en contra del 100% de sus posiciones.
Quizás haya que criticarle la lentitud para entrar en materia. No se puede ser todo para todo el mundo y Rodríguez Braun da la impresión de haber cogido de la mano a alguien que no tenía la más remota idea de economía y llevarle a terrenos cada vez más complejos hasta mostrarle en su totalidad una posición que, sin duda, podríamos definir como liberal a ultranza. Al actuar así, asume un riesgo de cara al lector: Que éste acabe pensando que se trata de un libro de introducción a los temas más básicos y no siga leyendo. Estuvo a punto de ocurrir así en mi propio caso.
Transcurridos los capítulos iniciales de travesía en el desierto, el autor comienza a desgranar argumentos que podrían enlazar perfectamente con otros textos de autores liberales como Thomas Sowell, tanto en el terreno puramente económico, «Basic Economics», como en el social como «Race and Culture» y en el político con «The vision of the anointed».
Para cualquier lector de Sowell, la argumentación de «El liberalismo no es pecado» en este terreno no resultará nueva y el aprecio o falta de él estará más referida a la claridad de exposición -excelente- que al núcleo del argumento que es el mismo en ambos casos.
La parte genuinamente suya y que, por sí sola, podría justificar la lectura del libro comienza cuando pasa del terreno general al particular y explica por qué se produjo la crisis de 2008, cuál ha sido el papel de los gobiernos, bajo qué tipo de falacias están operando, cuál es y cuál debe ser el papel del Estado y, en suma, dónde nos encontramos ahora y cómo y por qué hemos llegado hasta aquí.
En este último punto, se encuentra algún elemento susceptible de discusión incluso desde posiciones liberales: El autor comenta que la crisis no se produce por falta de regulación y que, de hecho, existe tal cantidad de regulaciones que no hay nadie que las conozca todas y es imposible desenvolverse en un bosque como ése. Puede aceptarse, porque es verdad, que existe una enorme cantidad de regulaciones pero eso no significa que tales regulaciones caminen en la dirección adecuada y, por ello, no puede aducirse la cantidad como prueba de que no está ahí el problema.
Un clásico como Hayek parecía, en este terreno, tener una posición menos extrema: Las regulaciones deben estar ahí para garantizar que todos están sujetos a las mismas reglas -no para tratar de orientar resultados en uno u otro sentido- y para conseguir que haya claridad en el mercado. Claridad significa que quien compra o vende sabe qué está comprando o qué está vendiendo. Si volvemos a la crisis de 2008, no podemos olvidar que muchos de los inversores en Lehmann Brothers no eran inversores que buscasen alta rentabilidad y asumiesen alto riesgo sino que buscaban inversiones seguras. Cuando los gestores de esas inversiones se encontraban con una triple A que se estuvo manteniendo casi hasta el momento mismo de la quiebra, estaban actuando correctamente de acuerdo con la información de que disponían. ¿Realmente es sostenible que las regulaciones no tienen nada que ver con los motivos de la crisis?
Cierto que no es el único -aunque no creo que pueda negarse su papel- y el autor entra a fondo en otros temas clave como, por ejemplo, las prácticas bancarias, cómo y por qué han evolucionado así esas prácticas y cómo y por qué era de todo punto previsible que una crisis como ésta estallase.
Para concluir, las partes dedicadas a las etiquetas de la onda políticamente correcta y a cómo se venden determinadas barbaridades para justificar recortes en la libertad individual me recordaron a otro libro y otro autor, «El conocimiento inútil» de Revel y la frase con que lo abre: «La primera de las grandes fuerzas que mueven el mundo es la mentira».
En suma, muy recomendable aunque si alguien, medianamente informado, se salta los dos primeros capítulos no pasa absolutamente nada. Podrá dedicarles más tiempo y atención a los siguientes y le valdrá la pena.
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