«Identidades asesinas» de Amin Maaluf

Amin Maaluf es de los escritores que dejan huella. Lo descubrí con «Lor jardines de luz» y, desde entonces, no ha habido obra suya que haya caído en mis manos que haya dejado de leer.

En «Identidades asesinas», Maaluf empieza por describir su propia situación como persona nacida en Líbano, residente de muchos años en Francia y que no se considera libanés ni francés ni medio de lo uno y de lo otro. Maaluf reivindica la identidad como algo totalmente personal y como un producto acabado que no se puede subdividir en sus componentes.

A partir de aquí, trata de las distintas identidades -religiosa, nacionalista y otras- y cuál es la génesis y las consecuencias de ese tipo de identidades. El título del libro dice bastante sobre su opinión al respecto.

Maaluf hace un análisis espléndido del desarrollo de las grandes religiones y cómo los momentos de mayor o menor tolerancia han venido acompañados de situaciones de predominio o, por el contrario, de sentirse amenazados.

Lo mismo hace en lo relativo al movimiento de globalización; de dónde viene y hacia dónde puede llegar a ir en función de que se maneje mejor o peor.

En suma, un libro que no puede dejar de ser leído. Como en otras ocasiones, a continuación recojo algunos extractos del libro que me han parecido especialmente relevantes:

La gente suele tender a reconocerse en la pertenencia que es más atacada; a veces, cuando no se sienten con fuerzas para defenderla, la disimulan y entonces se queda en el fondo de la persona, agazapada en la sombra, esperando el momento de la revancha.

La cordura es una estrecha senda que discurre por la cresta de una montaña, entre dos precipicios, entre dos concepciones extremas. En el caso de la inmigración, la primera de esas dos concepciones extremas es la que ve el país de acogida como una página en blanco en la que cada cual puede escribir lo que quiera o, peor aún, como un solar desocupado en el que cada cual puede instalarse con armas y bagajes sin cambiar lo más mínimo sus gestos ni sus costumbres. En la otra concepción extrema, el país de acogida es una página ya escrita e impresa, una tierra cuyas leyes, valores, creencias y características culturales y humanas se habrías fijado para siempre de manera que los inmigrantes no tienen más remedio que ajustarse a ellas.

La tiranía de la mayoría no es mejor, desde el punto de vista moral, que la de la minoría.

El Dios del «¿cómo?» se esfumará un día pero el Dios del «¿por qué?» no morirá jamás.

Ningún gobierno occidental contempla la situación de los derechos humanos en África y en el mundo árabe con tanta exigencia como la que demuestra con Polonia o con Cuba. Es una actitud presuntamente respetuosa pero que, a mi juicio, entraña un profundo desprecio.

Las tradiciones sólo merecen ser respetadas en la medida en que son respetables, es decir, en la medida exacta en que respetan los derechos fundamentales de los hombres y las mujeres. Respetar «tradiciones» o leyes discriminatorias es despreciar a sus víctimas.

Se piensa a veces que con tantos periódicos, radios y televisiones se tienen que escuchar infinidad de opiniones diferentes. Después se descubre que es al contrario: la fuerza de esos altavoces no hace sino amplificar la opinión dominante del momento, hasta el punto de hacer inaudible cualquier otro parecer.

Una lengua que ha estado mucho tiempo oprimida o, al menos, desatendida ¿puede legítimamente reafirmar su presencia a costa de las otras y con el riesgo de instaurar otro tipo de discriminación? Evidentemente, no se trata aquí de examinar los diferentes casos particulares, que se cuentan por centenares, de Pakistán a Quebec, de Nigeria a Cataluña; se trata de entrar con sentido común en una época de libertad y de serena diversidad, dejando atrás las injusticias que se han cometido sin sustituirlas por otras, por otras exclusiones, por otras intolerancias y reconociendo a todos el derecho de hacer coexistir en su identidad la pertenencia a varias lenguas.

Las dictaduras supuestamente laicas se muestran como viveros del fanatismo religioso. Un laicismo sin democracia es un desastre tanto para la democracia como para el laicismo.

Toda práctica discriminatoria es peligrosa, incluso cuando con ella se pretenda favorecer a una comunidad que ha sufrido. No sólo porque así se sustituye una injusticia por otra y se refuerza el odio y la sospecha, sino también por una razón de principio: mientras el sitio de una persona en una sociedad continúe dependiendo de su pertenencia a esta o aquella comunidad, se seguirá perpetuando un sistema perverso que inevitablemente hará más profundas las divisiones.

En la democracia, lo que es sagrado son los valores, no los mecanismos.

Las elecciones no hacen sino reflejar la visión que una sociedad tiene de sí misma y de sus diversos componentes. Pueden ayudar a establecer el diagnóstico pero nunca son, por sí solas, el remedio.

Se debería animar a todo ser humano a que asumiera su propia diversidad, a que entendiera su identidad como la suma de sus diversas pertenencias en vez de confundirla con una sola, erigida en pertenencia suprema y en instrumento de exclusión, a veces en instrumento de guerra.

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