«Camino de servidumbre» de Friedrich A. Hayek

“Camino de servidumbre” es considerado por algunos como la biblia del liberalismo. Es un libro que tiene varias cosas sorprendentes:

En primer lugar, fue escrito en 1944, por un autor nacido en Viena pero acogido en Inglaterra donde vivió la II Guerra Mundial y que, con este libro, haría su primera incursión en el pensamiento político puesto que su ámbito de especialización era la economía.

Los dos ejes sobre los que gira toda la argumentación del libro son los siguientes:

  1. El nazismo y el fascismo no son una rareza sin raíces históricas ni una doctrina opuesta al socialismo sino que, por el contrario, constituyen una evolución lógica de éste con el que comparten muchos puntos de vista.
  2. La situación de la Inglaterra de 1944 tenía bastantes paralelismos con la Alemania de dos décadas antes, una Alemania en la que el nazismo habría resultado impensable, y existía el riesgo de que Inglaterra pudiera finalizar recorriendo un camino ideológico similar al alemán.

Desde la perspectiva de un lector actual, algunos peligros parecen ya conjurados y, en ese sentido, parecería que el libro carece de actualidad. De hecho, Hayek dedica gran parte del libro a atacar el colectivismo o planificación centralizada mostrando distintas derivadas que convierten a esta doctrina en una negación completa de la libertad individual en todos los ámbitos imaginables.

Precisamente es éste uno de los puntos de contacto principales que encuentra entre socialismo y nazismo, es decir, su querencia por un Estado totalitario. Además, Hayek, a través de numerosas citas de personajes de la época, mostrará como las fronteras entre ambas doctrinas eran muy permeables y los mismos personajes han podido pasar de uno a otro lado con relativa facilidad, cosa que no ocurría con los pensadores liberales.

Esa sensación de que el tiempo de este libro ha pasado contrasta con el hecho de que es un título que es cada vez oído con más frecuencia obliga a preguntarse por qué y, aunque haya partes del libro claramente desfasadas, aparecen otros elementos que dotan de una nueva actualidad al título de Hayek.

Hasta hace pocos años, la diferencia entre los partidos socialistas y partidos conservadores, sin que a los conservadores se les pueda atribuir la etiqueta de liberal como mostrará Hayek, podían considerarse relativamente escasas y, al margen de la dialéctica para consumo partidario en cada caso, se reducía a pocos elementos:

Los socialistas, aunque habían abandonado hace tiempo la idea de planificación centralizada, siempre han mantenido una querencia por la utilización del Estado como motor de la economía; esto implicaba detraer recursos de los bolsillos particulares en forma de impuestos para financiar infraestructuras y servicios públicos.

Los conservadores, por su parte, se encontraban más cercanos a la “mano invisible” de Adam Smith y pensaban que no hay nadie capaz de usar el dinero propio con tanta sabiduría como uno mismo y, en consecuencia, patrocinaban la doctrina del laissez faire.

Salvo en los casos de posiciones políticas extremas, ninguna de las dos posiciones tendría en principio por qué resultar repugnante y, así, surgiría el fenómeno de alternancia en el poder con una mayoría inclinándose hacia uno u otro lado en función de contingencias o situaciones de una época específica.

Habría que añadir que el concepto de liberalismo de Hayek no coincide en absoluto con el modelo conservador de un Estado pasivo ni, por supuesto, con el modelo socialista de un Estado hiperactivo aunque no llegue a los modelos colectivistas del pasado.

Hayek señala expresamente que no hay nada en los principios básicos del liberalismo que hagan de éste un credo estacionario; no hay reglas absolutas establecidas de una vez para siempre. El principio fundamental, según el cual en la ordenación de nuestros asuntos debemos hacer todo el uso posible de las fuerzas espontáneas de la sociedad y recurrir lo menos que se pueda a la coerción, permite una infinita variedad de aplicaciones. En particular, hay una diferencia completa entre crear deliberadamente un sistema dentro del cual la competencia opere de la manera más beneficiosa posible y aceptar pasivamente las instituciones tal como son. Probablemente, nada ha hecho tanto daño a la causa liberal como la rígida insistencia de algunos liberales en ciertas toscas reglas rutinarias, sobre todo en el principio del “laissez faire”.

Este párrafo tiene claras resonancias en el momento actual en que aún no se ha salido de una crisis financiera global, acentuada en España por la torpeza de gobernantes actuales y pretéritos, donde reguladores y auditores no han hecho su trabajo y han dado lugar a una situación de riesgo sistémico.

Sin embargo, aunque pinceladas como ésta se encuentren de plena actualidad ya que, si algo ha quedado claro es que ni el colectivismo ni el laissez faire funcionan, tendríamos que preguntarnos qué ha ocurrido o qué está ocurriendo en estos últimos años para que las referencias a Hayek estén creciendo como lo hacen en este momento. Baste como dato que la edición sobre la que se basa este comentario es una reimpresión de este mismo año lo que implica que el libro sigue siendo demandado.

Después de leerlo entero, cosa no muy difícil puesto que tiene 287 páginas de formato reducido dejando aparte las de referencias, he encontrado que las ideas que señalaba al principio como ejes centrales del libro no me dicen nada pero, al mismo tiempo, encontraba tantos elementos, como la transcripción literal más arriba, directamente aplicables al momento presente que casi he gastado un rotulador entero subrayándolo.

Es difícil que el marco global en que se sitúa el libro no sea actual y, sin embargo, muchísimas de las conclusiones particulares sí lo sean y sólo se me ocurren tres posibles opciones para que así suceda:

  1. Casualidad; Hayek observó fenómenos que se dan también hoy sin que tenga ninguna relación el contexto en que se producían entonces con el actual.
  2. Incoherencia de la política actual: Hayek extraía unas conclusiones que partían de unos principios y, a pesar de que éstos puedan haber desaparecido, el modelo de actuación de los partidos –específicamente, de los partidos socialistas- no se ha modificado con respecto al anterior y, como la gallina decapitada, han continuado corriendo sin cabeza.
  3. Hayek está equivocado y el modelo que da lugar a la actuación política no es el colectivista, es decir, Hayek ha captado acontecimientos pero no ha sido capaz de desentrañar la dinámica real debajo de los movimientos políticos.

La primera opción no encaja. Hayek no actúa como los adivinos lanzando anzuelos en distintas direcciones para ver por dónde acierta sino que siempre funciona en la misma dirección: La de avisar de un creciente poder de un Estado que quiere imponer sus propias normas a expensas de la libertad individual y donde la propaganda y el favoritismo de los colectivos afines al poder son los factores que marcan la pauta. Aunque Hayek veía estos fenómenos como resultado de una economía colectivista, nos encontramos en una situación donde los supuestos efectos son visibles pero no la causa a la que atribuye Hayek éstos.

La hipótesis de la incoherencia parece atractiva, sobre todo cuando se observa como partidos anteriormente colectivistas apuntan tendencias como las señaladas por Hayek, en particular, una férrea disciplina interna y una utilización de la propaganda donde el respeto a la verdad es cuestionable porque tal respeto se subordina a los fines del partido:

Con el esfuerzo deliberado del demagogo hábil, entra el tercero y quizá más importante elemento negativo de selección para la forja de un cuerpo de seguidores estrechamente coherente y homogéneo. Parece casi una ley de la naturaleza humana que le es más fácil a la gente ponerse de acuerdo sobre un programa negativo, sobre el odio a un enemigo, sobre la envidia a los que viven mejor, que sobre una tarea positiva.

…Si todas las fuentes de información ordinaria están efectivamente bajo un mando único, la cuestión no es ya la de persuadir a la gente de esto o aquello. El propagandista diestro tiene entonces poder para moldear sus mentes en cualquier dirección que elija y, ni las personas más inteligentes e independientes pueden escapar por entero a aquella influencia si quedan por mucho tiempo aisladas de todas las demás fuentes informativas.

Aunque este fenómeno sea claramente reconocible, es difícil de sostener la idea de incoherencia cuando, en casos como el español, el partido socialista renunció al marxismo, y por tanto, al colectivismo hace alrededor de treinta años y algo similar podría decirse de partidos como el socialista francés o el laborista británico. Podría sostenerse la incoherencia como hipótesis si el abandono del colectivismo hubiera sido relativamente reciente y los partidos tuvieran una inercia de funcionamiento interno. Treinta años después no tiene sentido sostener la incoherencia como hipótesis.

Por exclusión, tendríamos que llegar a la conclusión de que Hayek estaba equivocado, es decir, que ha identificado unos efectos y que éstos, dada la coherencia interna, proceden de algún punto común pero éste no es el colectivismo:

Uno de los puntos que ha permanecido a lo largo del tiempo, incluso después de desaparecida la tentación colectivista, es una concepción de igualdad no aplicada a las oportunidades sino a los resultados y posiblemente ésta sea una raíz mucho más profunda que el colectivismo y que conduce a iguales resultados a los que Hayek atribuye a este último.

El establecimiento de una igualdad en los fines implica o bien una degradación de éstos para ponerlos al alcance del menos dotado –como ocurre en el sistema educativo- o bien la implantación de una discriminación en los medios para asegurarse de que todos llegan hasta el mismo punto, como ocurre con las llamadas discriminaciones positivas y los sistemas de cuotas.

Esta visión de la igualdad entendida sobre los efectos en lugar de serlo sobre los medios implica arrebatar al ámbito de la libertad individual una parte de su libertad de acción a favor de la intervención estatal dirigida por los criterios de la clase política y éste, no el colectivismo, es el origen de los problemas que denuncia Hayek.

La doctrina liberal no implica la retirada del Estado sino que su intervención va dirigida a asegurar por todos los medios que existe la igualdad en cuanto a los medios pero no establece metas determinadas a las que deban llegar todos salvo en lo que se refiera a unos mínimos básicos que deban ir cubiertos por los mecanismos de protección de cada Estado. La doctrina socialista, antes colectivista, prefiere la intervención directa para asegurar que todos llegan a un punto predeterminado aunque, para ello, se tengan que violar la igualdad en los medios y el ámbito de la libertad individual.

Hayek señalaba que, una vez que se retira del individuo la capacidad de actuar conforme a lo que cree que le resulta más conveniente, la implicación directa es que el Estado debe realizar ese juicio por cuenta del individuo y decidir qué es lo mejor o cuál es el bien general ya que la decisión individual sobre su propio bien ha dejado de ser un criterio válido.

Aunque esto era referido a la toma de decisiones económicas en el marco de un sistema de planificación centralizada, el planteamiento es perfectamente válido cuando lo aplicamos a la doctrina socialista sobre la igualdad y a sus consecuencias sobre la libertad individual, aunque no exista una planificación económica centralizada.

Este modelo de igualdad defendido desde posiciones socialistas ha cambiado en muchos entornos los conceptos de qué es deseable y qué es rechazable:

No podemos censurar a nuestros jóvenes porque prefieran una posición asalariada segura mejor que el riesgo de la empresa…la generación más joven de hoy ha crecido en un mundo donde, en la escuela y en la prensa, se ha representado el espíritu de la empresa comercial como deshonroso y la consecución de un beneficio como inmoral, y donde dar ocupación a cien personas se considera una explotación pero se tiene por honorable el mandar a otras tantas.

Este modelo de igualdad en las metas ha modificado, por tanto, el ámbito de la decisión individual y, además de esta influencia indirecta, hay otra directa por la que las decisiones que cada uno tomaría en sus ámbitos de competencia pasarían a ser tomadas por una elite política que decidiría sobre qué es bueno y qué es malo para cada cual estableciendo todo un sistema de preferencias y determinando la existencia de grupos favorecidos y otros perjudicados por el poder.

La misma palabra verdad deja de tener su antiguo significado. No designa ya algo que ha de encontrarse, con la conciencia individual como único árbitro para determinar si en cada caso particular la prueba (o la autoridad de quienes la presentan) justifica una afirmación; se convierte en algo que ha de ser establecido por la autoridad, algo que ha de creerse en interés de la unidad del esfuerzo organizado y que puede tener que alterarse si las exigencias de este esfuerzo organizado lo requieren…

…El principio de que el fin justifica los medios se considera en la ética individualista como la negación de toda moral social. En la ética colectivista se convierte necesariamente en la norma suprema; no hay, literalmente, nada que el colectivista consecuente no tenga que estar dispuesto a hacer si sirve “al bien del conjunto”, porque “el bien del conjunto” es el único criterio para él de lo que debe hacerse.

Es aquí donde entraría el riesgo mencionado por Hayek cuando mencionaba que el nazismo surgía como un producto lógico del socialismo y no como un accidente histórico. Podríamos interpretar como un principio de acción y reacción anécdotas como el rearme –real, nada metafórico- de grupos paramilitares en Estados Unidos tras la elección de Obama o la deriva hacia posiciones de extrema derecha que se produce en algunos colectivos en otros países con gobiernos que entienden la igualdad como algo a aplicar sobre los objetivos.

Hayek explicaba la aparición del nazismo partiendo de posiciones socialistas en estos términos:

El conflicto entre el fascista o el nacionalsocialista y los primitivos partidos socialistas tiene que considerarse, en gran parte, como uno de aquellos que es forzoso surjan entre facciones socialistas rivales. No había diferencia entre ellos en cuanto a que la voluntad del Estado debía ser quien asignase a cada persona su lugar en la sociedad…pero, mientras los viejos partidos socialistas o las organizaciones laborales dentro de ciertas industrias no encontraban, generalmente, mayores dificultades para llegar a un acuerdo de acción conjunta con los patronos en sus respectivas industrias, clases muy amplias quedaban marginadas. Para ellas, y no sin alguna justificación, las secciones más prósperas del movimiento obrero parecían pertenecer a la clase explotadora más que a la explotada.

Aunque el libro está escrito en 1944, resultaría difícil no reconocer este párrafo como una descripción de una situación en que las elites sindicalistas toman decisiones cada vez más ajenas a sus propios problemas, más derivados de cuestiones como posicionamientos políticos, y cómo bajo el epígrafe de la “defensa de los trabajadores”, se defienden los derechos de aquéllos que se encuentran en una posición más favorecida arrojando al resto, las “clases muy amplias marginadas”, a una situación de desesperación que no puede cubrirse por los mecanismos de protección del Estado una vez superado un límite.

La rebelión nazi no se generó en una clase burguesa sino en una clase trabajadora que se sintió maltratada por el poder que tenía “SU” propia clase trabajadora a la que mimaba en detrimento del resto.

Cuando examinamos las prácticas actuales, es fácil ver cómo se producen acciones que podrían inscribirse en el ámbito de la propaganda como el tratamiento favorable de grupos organizados cuanto más ruidosos mejor o la concesión de derechos o el tratamiento como tales de factores muy visibles pero que afectan poco al funcionamiento real de la sociedad.

Con estas prácticas, puede venderse con cierta facilidad una idea de progreso en el ámbito de la libertad individual, utilizando como propagandistas propios a los grupos favorecidos por el poder que, a cambio de los favores recibidos, se dedicarán a vender las excelencias del gobierno a quien tanto le deben.

Una utilización hábil de la propaganda, incluyendo factores como los apuntados, puede disfrazar temporalmente una situación donde el mantenimiento de los privilegios de los afines implique el desamparo de amplias capas que, sencillamente, son ignoradas haciendo que su descontento suba hasta provocar una situación explosiva.

No es necesario, como señala Hayek, una política de planificación centralizada para que estos efectos se produzcan como se produjeron en Alemania dando lugar a uno de las dos grandes catástrofes humanas producidas en el siglo XX. Lo que sí es necesario es una pérdida de respeto por el concepto de que cada uno es quien mejor sabe qué es lo que le interesa o, en los términos de Hayek, averiguar cuál puede ser el mejor uso de las fuerzas espontáneas que se encuentran en una sociedad libre y otra pérdida de respeto igualmente grave con el concepto de igualdad de oportunidades en aras de una hipotética igualdad en los resultados.

La situación explosiva resultante de estos factores más que del colectivismo conduciría como una evolución al nazismo. Hoy, la situación de bastantes países conducidos con idénticos criterios tiene también muchos elementos explosivos. No está presente, como ocurría en el caso alemán, la situación producida tras la derrota en la I Guerra Mundial y la ruina consiguiente pero, a cambio, existen otros elementos nuevos que, en nombre de un relativismo incluso en temas de derechos humanos básicos vendido como respeto al otro, están permitiendo que se produzca una situación como la descrita por Gibbon en su obra The Decline and Fall of Roman Empire.

A estas alturas, los resultados del colectivismo o, en general, de cualquier forma de planificación económica centralizada son suficientemente conocidos como para que puedan representar una amenaza seria y sólo un sectarismo o un desconocimiento extremos de algún dirigente político clave podrían conducir a la reaparición de un peligro ya desaparecido. Sin embargo, no puede decirse lo mismo del concepto de igualdad sustentado por los otrora colectivistas:

Una igualdad entendida como algo a perseguir en los resultados en lugar de hacerlo en los medios y que, en consecuencia, trate de forzar que todos obtengan lo mismo y no que todos tengan iguales oportunidades de obtener algo, no necesariamente igual, y que se definirá por la capacidad, el trabajo y la suerte de cada uno  tiene aún hoy fácil venta bajo la falsa etiqueta de idealismo pero su puesta en práctica produce idénticos efectos a los del colectivismo ya que, al igual que éste, obliga a forzar una desigualdad en los medios desde las posiciones dirigentes. El punto hasta donde cada uno puede llegar no dependerá ya de capacidad, de trabajo y ni siquiera de suerte sino de la sacrosanta voluntad del funcionario o político al que se ha otorgado el poder de decisión sobre ese punto en particular.

Adórnese ese concepto de igualdad con una habilidad propagandística bien desarrollada, unos grupos de interés fieles y un relativismo extendido incluso a temas que entran en el ámbito de los derechos humanos y tendremos una síntesis de la situación actual…o tal vez de la que Hayek denunciaba en 1944 y con unos peligros parecidos a los de aquella época si no superiores, al menos en algunos apartados.

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